
En mi país tenemos un chef que pareciera ser dominicano. Su nombre es Martín Omar. Quienes le conocen y siguen sus pasos tal vez no saben que lleva un tiempo haciendo del restaurante Dos Mundos su casa y laboratorio gastronómico en el Hodelpa Nicolas de Ovando.
Quienes no le conocen, deberían saber que Martín Omar siempre ha habitado en dos mundos, aun antes de que saliera en un vuelo directo de San Francisco de Macorís a España cuando rondaba los 19 años.
A Martín le conocí en el 2014, no sabía nada de su carrera. Tampoco hizo falta cuando en aquel Bavaro Culinary Week, en los hoteles Barceló Bávaro mi paladar conoció “algo” suyo que se instaló en mi cabeza y de allí no se movió jamás.
Recuerdo, que sin intenciones de probarlo, me topé en el buffet del hotel con su versión de desayuno criollo dominicano. Una simple avena que salía de la cotidianidad por el ahumado amaderado que le daba un toque peculiar, algo entre familiar y desconocido… esa misma noche coincidió que el cocinero invitado del evento gastronómico al que asistía sería él.

Confieso que iba con las ganas de que me tocara otro chef a quien aprecio mucho, pero ya Dios lo había dispuesto así. Aquella sería una de esas noches que quedan en tu recuerdo como fecha de referencia para ubicarte en el tiempo y el espacio.
Para entonces Marcos, mi primogénito, dependía totalmente de la teta y dejarlo en la habitación con mi madre se volvió en un encuentro con mi consciencia. Así que llegue al restaurant con ánimos de:
“A ver, saca pronto lo que tengas porque no me pienso deleitar”…Pero que va, cuando sientes el aroma de la creatividad, la soberbia de la prisa se deshace.
Aquella noche incorporé a mi memoria gastronómica la osúa, los sabores terrosos y los colores ocres en el estilismo del plato, características muy notables en los platos de aquel encuentro y que siguen siendo parte de él.
En Dos Mundos
A Martín Omar vuelvo a encontrarlo en Dos Mundos tres años después. El reencuentro fue memorable. Lo conceptual y lo herbáceo seguían siendo un ingrediente principal en sus platos. Resaltaba su interés por establecer una narrativa, por contar una historia, en especial la dominicana, a través de sus platos. Fue entonces cuando entendí por qué le llamaban “antropólogo gastronómico”.
Entender eso fue una premisa para descifrar su “Terrarium”. Yo diría que es su plato emblemático. El cocinero ha construido un ecosistema de ingredientes donde cada uno trata de representar, como si fuera un musical de Broadway, la historia de nuestros sabores desde el descubrimiento de la isla y el encuentro con el nuevo mundo, hasta nuestros días.

Pastel de espinacas, coco rallado, aceituna negra, peladilla, almendras, mousse de auyama, brotes, arroz negro… cada uno de estos ingredientes está colocado de manera estratégica en un bol de vidrio para ser contemplados en su entorno natural donde se comportan como si hubiesen nacido todos allí.
Mirado como un conjunto, el Terrarium cae en la categoría de instalación artística. Por momentos piensas que no es algo comestible, si no más bien un “souvenir” de la majestuosidad de la naturaleza donde pueden co-habitar múltiples sabores, texturas y sensaciones. El Terrarium, aun en su fase visual, eleva la gastronomía al nivel de arte sensorial.
Disponerte a comerlo te lleva a interactuar con el plato de una manera protagónica. Revolver previamente todo aquello, según las recomendaciones del mismo chef, sugiere casi un acto de violencia. Requiere un poco de valentía diría, pues el Terrarium, te enfrenta con tus valores y sentimientos. Recuerdo que mi esposo dijo que el plato le hacía sentir “un gran respeto por la tierra” y le hacía reflexionar:
“esa pequeña representación de un paisaje contenido en un plato, era algo mucho más grande que yo y sin embargo al revolver los ingredientes con una cuchara, sentí que le podría hacer daño a la naturaleza, a su fuerza creadora”.

Escucharlo decir eso me conmovió. Me hizo reflexionar sobre el poder que tienen los artistas, y en este caso, un cocinero, para abanderar y defender un concepto social a través de sus creaciones, y lograr en los comensales un gran impacto a favor o no.
Comerlo te hace sentir que vas ya por el “tercer tiempo” de tu almuerzo y cuando finalmente lo haces comienzas a viajar en el tiempo y en la geografía nacional. Es posible sentir, entre muchas otras sensaciones, la brisa cálida y salada del mar. Incluso, sentir la frescura y densidad salina de una playa con manglar, al morder dentro de aquel sancocho terroso, la aceituna negra.
Las texturas contenidas en el Terrarium pasan por lo húmedo, lo crujiente, esponjoso, untuoso y crocante; los sabores terrosos y herbáceos te conectan con una tierra frondosa, donde la vida estaba vinculada de manera inseparable a los animales, las plantas y el entorno que encontraron los colonizadores a su llegada.

Omar navega en esta historia cómodamente. Maneja el lenguaje sensorial de ambas culturas, la autóctona y la conquistadora. En cada plato hay huellas muy intensas de un trabajo de campo sobre nuestras raíces y esencias dominicanas, y a la vez, intensos destellos de 20 años removiendo los olores de la madre tierra de la mano de reputados maestros españoles de la época de los 90’s.
Días después tuve la oportunidad de presenciar un reportaje que le hacía la revista cultural Altair y en la que Martín Omar presentaba su “Olla clandestina”. Al escuchar el nombre me sonreí. Al parecer todo en este cocinero es así: místico, ancestral y muy orgánico. Todo eso mezclado como en un sancocho, como aquel que estaba a punto de preparar a base de habichuelas verdes, gallina vieja, arroz blanco cocido en leche de coco y un huevo frito para coronar.
Ese día tuve la oportunidad de conocer un personaje muy peculiar, doña Mechy. Es una de esas mujeres que parecen sacada de una historia medieval. Llevaba un sombrero vespertino y en su mano una copa de Martini con una especie de limonada frozen, o al menos fue lo que quise pensar.

Su risa contagiosa y burlona, evocan las tardes de té en una Plaza Mayor del viejo mundo, por cierto, olvidé decir que es de origen catalán. Doña Mechy vive, como la escuché decir en varias ocasiones, al frente de la Catedral y nunca lo ha hecho en ningún otro lugar. Como fiel seguidora del trabajo de Martín Omar, quiso estar presente y conocer a sus compatriotas catalanas que le harían la entrevista.
Doña Mechy posee la gracia, entre otras virtudes que no viene al caso mencionar, de la sabiduría experiencial, sobre todo de la Zona Colonial; y me llamó la atención la certeza con que define y cataloga cada establecimiento turístico o gastronómico del lugar. Una de esas afirmaciones dio origen al título de este post, al asegurarle a las entrevistadoras compatriotas que Martín Omar no era de este mundo, era un “cocinero extraterrestre”. Y allí con su risa graciosa, su sombrero y su glamour casual, doña Mechy me había regalado la respuesta.
Martín me convenció de que las habichuelas verdes del sancocho que haría en su “olla clandestina” estaban tan vivas como yo, y que como cualquier ser vivo, para tratar de que regale lo mejor de si mismo no puedes agredirle con un agua hirviendo, donde tal vez se resistan, se contraigan. En cambio, propuso un diálogo donde todos los ingredientes juntos, en el agua, dentro de una olla de barro darán lo mejor de si.
Cebolla, ajos, zanahoria, tomate entero, plátano, auyama, ají gustoso, gallina criolla, cerdo y sal hablan el idioma de la tierra, de la temporada en que fueron cosechados, del barro que los alberga y nos darán como resultado su esencia, o como solemos llamarle cuando nos sentamos a la mesa, su caldo.
Martín Omar es ese cocinero alquimista que asegura que los ingredientes de los platos que cocinamos están vivos. Se mueve siempre entre dos mundos, el que busca resaltar la gastronomía dominicana a través de la innovación, la creatividad sublime, la calidad y la internacionalización, y el otro mundo, el de las huertas, los mercados populares, el que “escucha” a los ingredientes y los trata con reverencia, el que usa ollas de barro de manera clandestina.
Ambos mundos en Martín Omar guardan varias cosas en común: son una expresión espiritual de la naturaleza, mantienen el arraigo, el sabor a tierra, los colores ocres, la esencia de infusiones ancestrales. Ambos abogan por la antropología como base para conocer a fondo los sabores que nos representan y exhiben una estética gastronómica iconoclasta, arriesgada.
Arriesgada tal vez porque no responda a la estética que marcan las tendencias de las redes sociales.
En mi país tenemos un “extraterrestre” que se hace pasar por cocinero. Su nombre es Martín Omar.

2 thoughts on “Los dos mundos de Martin Omar”
Me encanto la información, lo lei completo y
considero que esto que se comenta es util de manera
profesional y también de manera personal. Gracias!
Gracias Luisa por leernos y comentarnos. Te animo a seguir leyendo mas sobre nuestra gastronomia dominicana, asi como de comunicacion especializada en gastronomia y turismo. POr cierto, ya viste nuestra web: elainehernandez.com?