“Ojalá” escribió Silvio Rodríguez cuando tenías apenas 18 y fue su maldición. Parece que esa palabra contiene entre sus consonantes y vocales una especie de hechizo, como ese bar de Madrid con doble personalidad, de arenas y cojines, de abanicos en series y luces Neón que me inspira en esta versión gastronómica.
Ojalá se llama el bar
Ojalá que sus arenas correteen de nuevo entre los dedos de mis pies.
Ojalá volver a “pintar un corazón de tiza en la pared”, y escribir en los muros de los baños una historia surrealista con el rostro de Gala derritiéndose en el tiempo, y el mío propio jugando con el obturador de una cámara falsa, que jamás llegó a ser.
“Ojalá” el neón, casi al ras del suelo, no se apague nunca, y que en sus rústicas paredes sigan apareciendo los cuadros intermitentes del Hendrix, el Bob y todos aquellos que ojalá no olvidemos.
“Ojalá” zambullirme de nuevo en un daiquirí de fresa o de limón, esperar de nuevo a que me sirvan cada ración. Degustar despacio cada bocado, cada textura… jugar con el pincho del que cuelga la carne a la parrilla o lamer el sésamo que cubre al salmón.
Ojalá que las mesas no fueran tan grandes
Ojalá que los besos no quedaran tan lejos, que ir de nuevo al baño deje ser la mejor excusa, que pagar peaje sea siempre una obligación.
Ojalá que el lóbulo de las orejas y el cuello, fueran siempre sólo la entrada del menú.
Ojalá haber llegado días antes a la Vía Láctea, a la cerveza a medias por la prisa, a la cara hostil de la celadora de mi habitación.
Ojalá no hubiese trabajo al día siguiente, Ojalá se hubiese quedado verde la habitación. Ojalá que “Ojalá” esté allí cuando vuelva. Ojalá que si el Alzheimer me alcanzara algún día, no llegue a ese rincón.
¿Te atreves a ponerle música a mi versión gastronómica de Ojalá?