Había revisado muy bien el listado de herramientas imprescindibles para que mi primera vez haciendo el Tour del Mont Blanc fuera inolvidable, después de todo, saltar del Caribe a las montañas más altas de Europa, es un viaje para tomárselo en serio.
Compré botas nuevas, reforcé las costuras de mi mochila y elegí la ropa apropiada y estrictamente necesaria para que no fueran un peso en mi espalda, al fin y al cabo, cuando estás 12 días entre montañas lo único que realmente necesitas es buen equipo, comida, descanso y un cálido refugio para recuperar fuerzas. Pensé que tenía todo lo necesario hasta que descubrí que había algo que nunca cargué en mi mochila y que haría placenteras y relajantes mis noches en los diferentes refugios: una copa de vino al compartir la cena.

El Tour de Mont Blanc es desafiante, desde que lo ves en el mapa y hasta que llegas exhausto a tu próximo albergue con la firme convicción de que no darás un paso más. El terreno, el clima, y los retos que trae el nuevo trecho recorrido te pasan cada noche una cuenta de ampollas, pequeñas lesiones y cansancio extremo que solo son posible dejar a un lado después de una breve ducha caliente, una modesta cena y una copa de vino.
En Europa, a diferencia del Caribe, acompañar la cena con vino es casi obligación y el estar pernoctando cada noche en un refugio distinto a través de tres países distintos: Francia, Italia y Suiza, te brinda la oportunidad de conocer varios vinos y rituales que caracterizan a cada región.
Recuerdo nuestra primera noche en el refugio de Les Houches, de costumbres francesas muy marcadas: sopa, plato fuerte, tabla de quesos (cuatro tipos de quesos) y vino de la casa. No puedo recordar las notas de cata de cada uno de estos vinos pero si puedo recordar que la calidad y el sabor de los quesos opacaron el vino de aquella, nuestra primera posada.

Recuerdo en particular el refugio de Bonatti en Val Ferret- Courmayer, de todos el mejor decorado, de gastronomía exquisita y vino memorable. Recuerdo que era un tinto robusto y que fue el único que nos animó a pagar un poco más por una segunda copa… y un segundo postre. Aquella copa de vino al cenar se volvió para nosotros en un ritual sagrado donde solo se compartía las buenas fotos hechas durante el día, los momentos sublimes y también los cómicos. Por más de una noche, esa copa de vino fue el regalo de colegas montañistas que al llegar al refugio se conmovían al ver caras familiares y nos invitaban a compartir no solo un copa, sino los desafíos y los aciertos de cada trecho recorrido. Una vez más, el vino era el punto convergente donde todos coincidíamos.


Aquellos maravillosos 12 días por las montañas de Los Alpes, terminaron a los pies del Mont Blanc, en Chamonix con una suculenta escena gastronómica franco-suiza que celebra la amistad: los clásicos Fondue Savoyarde y Fondue bourguignonne. El vino, presente en esta ocasión no solo en las copas, sino en la preparación de los alimentos, fue el liquido revelador que fijó aquellas experiencias como recuerdos vivos que persisten en nuestros sentidos y corazones.

Gracias a Dios por los amigos, las montañas y una reconfortante copa de vino.
