La mesa estaba, fría, seca, astringente. Más que en otras ocasiones la repostera se había esmerado en no dejar rastro de su intervención en la cocina.

La anoche anterior llovió a cantaros. Se le había hecho tarde para ir a la guardería. Sin embargo su angustia pudo menos que su sentido del orden y la limpieza.
La mesa aun estaba fría. La sentí al instante. Me costó un poco relajarme, deslizarme. Si la repostera no se hubiera esmerado tanto en la limpieza lo habría hecho todo un poco más fácil.
Estaba tendida boca arriba, sintiendo la astringencia en mi espalda, mientras espero pacientemente. Un peso me recorre logrando uniformidad
Percibo el aroma floral y equilibrada de la auyama, puedo casi saborear el dulzor. Es una sensación cálida, familiar. La certeza del cambio me invade. Puedo sentir la transformación en mí se esparce rápidamente. El calor es constante, preciso.
La auyama se expande y hace un cosquilleo en mi barriga. Me impregna su color y sutil sabor a nuez moscada. El olor invade ahora toda la cocina.
Escucho el timbre. Ahora la puerta se abrirá, me tomará con cuidado. Esperará con paciencia la temperatura adecuada. Sus manos, al tocarme, sabrán que es el momento adecuado. Me acercará a su boca, en ella tomará un nuevo sentido todo mi ser.
Que corta e intensa puede ser a veces la vida de una tarta de auyamas.